Atravesar la cocina con las cebollas en el delantal.
Bajo la canilla, agua que bendice.
Cortarlas en juliana, acariciarlas mientras les doy las gracias
por ser capaces de guardar secretos ancestrales entre sus capas .
Tomar los tomates más provocativos, quitarles la piel -sin hacerles daño-,
retirar las semillas (que luego se secarán antes de volver al huerto)
y cubetearlos para dejarlos perfumar el aire hasta que sea su turno.
Buscar la carne, la cuchilla más filosa, dividirlas en pedazos y
hacerlos bailar en el aceite caliente, apenas sellar, apenas dorar,
apenas freir. Retirar y reservar.
Fondo de cocción: la olla en el fuego, cebollas danzantes,
cociéndose mientras esperan la pasión de los tomates
que se funda con ellas.
¡Cuánta vida meciéndose!
Y la carne... lista, envuelta en especias, pimienta roja y negra,
ají molido, hierbas (ramita de enebro, romero, hojas de laurel)
un poco de sal: que todo se cueza lentamente.
El rito acaba con la pasta lista
y la salsa ardiente, que la penetra por todos los resquicios, rincones e intersticios.
A cualquiera se le hace agua la boca:
sigue siendo un banquete y una celebración
desandar el libro con las recetas robadas a mamá.
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