Las historias nacían bajo el mantel,
en la cocina,
envueltas en ternura implícita,
en miradas que asentían,
en sonrisas que afirmaban
o muecas que redirigían el relato.
Las historias se tejían con punto y coma
con coma y dos puntos;
con silencios de puntos suspensivos
y la determinación del punto y aparte.
Cada trozo de papel traía memoria,
actualizaba el relato y siempre dejaba
nuevos caminos para completarlo.
Me dejabas hacer a mi antojo,
no importaba cómo había empezado,
quiénes eran los que subían al escenario,
yo podía contarte algo diferente
y vos sonreías en una especie de complicidad
que hechizaba mi corazón.
Para mí la tía Angélica no había quedado sola,
no era la solterona que ordenaba la sacristía,
se había ido con aquel músico y poeta
y su casa se había llenado de risas y travesuras.
El tío Raúl no había acabado muriendo solo
en un cuarto apestoso sin que nadie se le acercara,
habría sido tan valiente para declarársele a la mujer que amaba
y llevarla bien lejos.
Amanda no se había ordenado como religiosa
para huir de casa a los veintidos años,
ella se había casado con Isidoro
y habría vivido feliz en el campo
criando hijos,
bordando puntillas,
cosiendo vestidos de novia,
y dando gracias a un Dios más cercano.
Y estoy segura de que el linyera
al que comprabas sus poesías
estaba enamorado de ti, Inés,
porque eras su musa,
aunque no quisieras
ni siquiera pensarlo.
Para mí esos papeles
necesitaban final feliz...
No estabas de acuerdo:
la vida era otra cosa, decías.
Ahora lo entiendo.