Al padre que no tuve, al que necesitaba,
al que esperé durante toda mi infancia,
y aún en la adolescencia (también después).
Al que me enseñó a creer en el amor
y a sentir que no había nada que fuese imposible de lograr.
Con el que no aprendimos a curar heridas porque no se producían.
A quién nos hablaba de sus cicatrices, con orgullo
y a sabiendas de lo importante que era saberse guerrero imbatible
aun aceptando las propias derrotas.
Al que nos animaba, con sus bromas, con sus payasadas,
con su alma de arlequín y saltimbanqui.
Al que le leía historias que me había enseñado a leer,
con el que pasaba las tardes más bonitas en el campo
a crina limpia mientras montaba a Furia,
mi yegua negro azabache.
Al que admiraba por su modo de ser, por su grandeza,
por su perfil bajo, por su coherencia, por su generosidad,
por sus acciones que comulgaban en honestidad y firmeza.
Por la alegría cotidiana que contagiaba,
por su sencillez y su modo de hacer que aprender fuese una aventura.
A ese papá que llevaba nuestras fotos en su agenda,
que hacía planes para todos y nos sorprendía sin que hiciese falta que hubiera nada especial para celebrar porque estar juntos ya era una celebración.
Al papá que soñaba, al que nos acompañaba al cole,
Al que nos miraba con satisfacción e ilusión siempre vestidas de estreno.
Al que amaba a mamá y junto ella era el hombre más feliz del mundo.
A ese papá que debe haber quedado en algún tintero
o está esperando su turno para hacer su entrada triunfal.
Al papá que habita el mundo de la fantasía
y al que puedo buscar cada vez que necesito.
¡Feliz día papá!
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