Recuperando la memoria

Sentarse al fuego de las palabras, sentirlas vivas, chispeantes, capaces de actualizar ecos eternos y tiempos inexistentes.

Aquí tienes un lugar, que la rueda permite ampliarse y abrirse para que sientas tu espacio.

Que encuentres cobijo, mirada, escucha. Pero, sobre todo, que te encuentres...

septiembre 28, 2010

DOMINGOS SIN SIESTA

Cuando yo era chiquita, chiquita, y no llega a treparme al ropero sin ayuda de la mesita de luz o de una silla cómplice, o sea, cuando no era grande como ahora, en mi casa pasaban cosas distintas a las que pasaban en las casas vecinas.
Todo pasaba una vez a la semana, pero no era un día cualquiera: siempre sucedía en domingo y era la siesta el momento oportuno para que todo se transformara. Y de repente mi mamá ya no era mi mamá, era la Dra. Jenny, y aparecía con una blusa celeste, un pantalón celeste, (yo pensaba que ese el pijama de mi papà, pero no, porque no se lo prestaba a nadie), una libreta con una lapicera en la mano y el comedor se transformaba en un hospital de urgencias.
Y claro, había que ser paciente y tener paciencia, porque cada uno tenia un turno. Y la doctora dejaba que los lentes se balancearan sobre su nariz y miraba de reojo con cara de pocos amigos, por si la gente hacia mucho barullo.
A mi hermana, que ya no era mi hermana, la llamaba doña Angélica (con lo que ella odiaba su segundo nombre) le daba jarabe de frutillas, ella siempre tenia suerte porque decía que no era asqueroso su remedio, más se parecía a helado derretido que a otra cosa. A mi otra hermana, le decía doña Noemí (manía que tenía mi mamá, digo, la doctora de andar recordando el nombre que una nunca usaba) y la hacía toser aunque no quisiera y le miraba los oídos y le decía que no era bueno estar haciéndose la sorda y entonces le recetaba garrapiñada de maní que gran remedio para los oídos que necesitaban un poco de movimiento. A mi hermano, Don Alberto (y sì, por lo mismo que les venía contando) le miraba los ojos, pero adentro, le subía un párpado, se lo bajaba y anotaba en su libreta. Y nuevamente, le subìa el otro párpado, lo bajaba y escribía algo en su libreta. Y la Dra. decía que NO con la cabeza, se sacaba los lentes, lo miraba fijamente un larguísimo rato y le recetaba un merengue lleno de dulce de leche para que le volviese el brillo a los ojos. Doña Elizabeth intentaba hacer dormir a su bebé recién nacido pero era imposible, aunque lo hamacara de un lado para el otro solo lograba que chillara más fuerte. La dra Jenny lo tomaba con dulzura, le daba unos besos mimosos cara de osos y el bebè se calmaba y la consulta terminaba sin receta porque el pequeño Raúl con dos semanas de vida no iba a andar tomando cosas tan pronto. Y allí estaba la Isabelita, esperando pacientemente... parecía una muñequita tan rubia y tan de ojos verdes que era de no creer que respirara y hablara de verdad sin pilas ni nada. A ella siempre le daban vitamina C para que no se resfriara tanto y que solo venia en gomitas de colores con gusto a naranja.
Y yo, más paciente que todos los pacientes juntos (porque para mi mamá, la doctora, digo, era grande y podía esperar un poco más y eso tenía premio). A esa altura del partido, digo, de la consulta, mi cara tenía 39º de fiebre y estaba a punto de desmayarme. Claro que eso no pasaba porque con confites de chocolate doña Inesita
(y sí, sonaba lindo, porque a mí me encantaba llamarme como mi abuela) recuperaba todas las energìas.
En el comedor de mi casa, los domingos a la siesta, el escenario se transformaba.
Ventajas, que le dicen, de tener siete hijos dispuestos a internarse en el mundo de la fantasía sin un poquito “asì de miedo” y con un poquito “asì” de ganas

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