Ella estaba cansada de estar en la cueva,
de abrir las piernas,
de no decir palabra.
Ella quería correr,
irse bien lejos,
ver en cada rincón del mundo
los amaneceres y los atardeceres,
todos,
y bañarse en las aguas de todos los ríos
y todos los mares.
Ella quería conocer su voz
y gritarla sin mortaja antes de tiempo.
Ella quería elegir el momento
en que el vientre se hinchara
para dar refugio.
Ella quería no elegir nada
y comer lo que fuera encontrando por el camino.
La tatarabuela revolvía el puchero chico en la ollita de barro
y amargamente pensaba que no era muy distinta de los mártires
del calendario gregoriano,
aunque no se atreviera a decir palabra,
y la sustituyera por un novenario.
A la bisabuela Carlota la violaron el día de su boda
y se tragó las lágrimas que luego fueron placenta
en la que crecieron muchos hijos. Las hijas, apenas,
sobrevivieron.
A la abuelita Inés la casaron con su primo hermano
a los catorce años para que formara una familia grande
y la fortuna de dos apellidos iguales también se multiplicara.
A mi tía Amanda no le quedó más opción
que irse al Convento de la Hermanas
para encontrarse consigo misma
y tratar de escapar del mandato patriarcal
que la afixiaba.
A mi madre le nacieron ganas de ser feliz
y pensó que con un esposo e hijos sería posible.
Años de maltrato,
de golpes de puño,
de insultos,
de empujones,
de gritos,
de desprecio,
de mentiras,
de regalos,
de sonrisas lapidarias,
de noches insomnes,
de sometimiento,
de soledad,
de hijos que llegaban
para sumarse como testigos
de la violencia cotidiana.
Y entonces quiso morirse
para acabar con la desgracia.
Y lo hizo.
Yo quiero la libertad en todas sus formas,
la alegría en mis hermanas,
la conciencia y la certeza,
el compromiso,
la mirada segura,
el paso firme,
la creatividad sin condiciones,
un calendario propio
si hiciera falta.
Yo quiero verlas libres,
empoderadas,
disfrutando la vida,
siendo felices,
sin que nadie les diga
cómo ser ellas.
Algún día la violencia
debe acabarse.
de abrir las piernas,
de no decir palabra.
Ella quería correr,
irse bien lejos,
ver en cada rincón del mundo
los amaneceres y los atardeceres,
todos,
y bañarse en las aguas de todos los ríos
y todos los mares.
Ella quería conocer su voz
y gritarla sin mortaja antes de tiempo.
Ella quería elegir el momento
en que el vientre se hinchara
para dar refugio.
Ella quería no elegir nada
y comer lo que fuera encontrando por el camino.
La tatarabuela revolvía el puchero chico en la ollita de barro
y amargamente pensaba que no era muy distinta de los mártires
del calendario gregoriano,
aunque no se atreviera a decir palabra,
y la sustituyera por un novenario.
A la bisabuela Carlota la violaron el día de su boda
y se tragó las lágrimas que luego fueron placenta
en la que crecieron muchos hijos. Las hijas, apenas,
sobrevivieron.
A la abuelita Inés la casaron con su primo hermano
a los catorce años para que formara una familia grande
y la fortuna de dos apellidos iguales también se multiplicara.
A mi tía Amanda no le quedó más opción
que irse al Convento de la Hermanas
para encontrarse consigo misma
y tratar de escapar del mandato patriarcal
que la afixiaba.
A mi madre le nacieron ganas de ser feliz
y pensó que con un esposo e hijos sería posible.
Años de maltrato,
de golpes de puño,
de insultos,
de empujones,
de gritos,
de desprecio,
de mentiras,
de regalos,
de sonrisas lapidarias,
de noches insomnes,
de sometimiento,
de soledad,
de hijos que llegaban
para sumarse como testigos
de la violencia cotidiana.
Y entonces quiso morirse
para acabar con la desgracia.
Y lo hizo.
Yo quiero la libertad en todas sus formas,
la alegría en mis hermanas,
la conciencia y la certeza,
el compromiso,
la mirada segura,
el paso firme,
la creatividad sin condiciones,
un calendario propio
si hiciera falta.
Yo quiero verlas libres,
empoderadas,
disfrutando la vida,
siendo felices,
sin que nadie les diga
cómo ser ellas.
Algún día la violencia
debe acabarse.
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