Que sea tu refundación luz enceguecedora
para que necesites atravesar el estallido de la certeza
en un autodescubrimiento que empuñes con valentía.
Derriba, ya, no con mansedumbre esperpéntica
sino con esa rebelde agonía
- la enfurecida y desatada, esa-
las murallas que delimitan tu reino
casi deshabitado:
no son habitantes dignos
los que beben tus lágrimas, tus heces
y tu sangre impura.
Basta ya de arrastrarte enmohecido y maloliente
mientras tus carnes putrefactas
acunan sueños abortados
que siguen emergiendo
mientras te señalan con el dedo y te maldicen
desde las cavernas que albergaban tus ojos.
Deja ya de gestar ilusiones que sólo provocan
a la horda salvaje de almas en pena
disfrazadas en misericordiosa cofradía.
No sigas sus pasos, ni sus voces.
Entiende, por fin, que tu impotencia deshabilita
la única revolución necesaria: la tuya. Puertas adentro,
en desmembrado gemido, en efervecido canto tribal
que abra de un lanzazo tu costado más inoperante.
Está el hogar, el del bosceto,
el de la maqueta de tus once años,
aquella en las que habías sido capaz de abrazar el paraíso.
Caducó la rayuela y tu alma cuajó vida
en el ojo de una mujer (el de cíclope,
que algunas traemos como talismán
para que el mago nos reconozca y bendiga
en arrulladora alquimia)
Despierta, ahora,
sólo en presente continuo.
Permanece, supera el horror de la palabra,
arráncale la piel a la serpiente
tiembla todo lo que haga falta,
estremécete, grita también,
lame el cielo y saborea su dulzura.
Poda el árbol, no es necesario arrancarlo de cuajo,
tal vez un buen injerto, el adecuado,
sea el que haga que cambien los frutos.
Tengo borbotones de ansias
por verte parir la dicha
desde la placenta.
Aunque tal vez ni siquiera me conforme con ver
al muchacho, risueño,
igual me da lo que pienso cuando buceo en lo que piensas.
para que necesites atravesar el estallido de la certeza
en un autodescubrimiento que empuñes con valentía.
Derriba, ya, no con mansedumbre esperpéntica
sino con esa rebelde agonía
- la enfurecida y desatada, esa-
las murallas que delimitan tu reino
casi deshabitado:
no son habitantes dignos
los que beben tus lágrimas, tus heces
y tu sangre impura.
Basta ya de arrastrarte enmohecido y maloliente
mientras tus carnes putrefactas
acunan sueños abortados
que siguen emergiendo
mientras te señalan con el dedo y te maldicen
desde las cavernas que albergaban tus ojos.
Deja ya de gestar ilusiones que sólo provocan
a la horda salvaje de almas en pena
disfrazadas en misericordiosa cofradía.
No sigas sus pasos, ni sus voces.
Entiende, por fin, que tu impotencia deshabilita
la única revolución necesaria: la tuya. Puertas adentro,
en desmembrado gemido, en efervecido canto tribal
que abra de un lanzazo tu costado más inoperante.
Está el hogar, el del bosceto,
el de la maqueta de tus once años,
aquella en las que habías sido capaz de abrazar el paraíso.
Caducó la rayuela y tu alma cuajó vida
en el ojo de una mujer (el de cíclope,
que algunas traemos como talismán
para que el mago nos reconozca y bendiga
en arrulladora alquimia)
Despierta, ahora,
sólo en presente continuo.
Permanece, supera el horror de la palabra,
arráncale la piel a la serpiente
tiembla todo lo que haga falta,
estremécete, grita también,
lame el cielo y saborea su dulzura.
Poda el árbol, no es necesario arrancarlo de cuajo,
tal vez un buen injerto, el adecuado,
sea el que haga que cambien los frutos.
Tengo borbotones de ansias
por verte parir la dicha
desde la placenta.
Aunque tal vez ni siquiera me conforme con ver
al muchacho, risueño,
igual me da lo que pienso cuando buceo en lo que piensas.