Un rostro de niña, regordete,
lleno de pecas.
Sus ojos que miran, que buscan,
que exploran,
que descubren,
que indagan,
que se cuelan,
que todo lo ven,
que todo lo sienten,
que todo lo predicen,
que todo lo adivinan.
Sellados los labios,
las manos quietas,
y en esa posición,
observarlo todo,
contemplarlo todo,
desnudarlo todo.
Cada persona habla,
se ríe,
se mueve con gestos
estereotipados y vacíos.
Tragan, devoran,
arrasan con todo lo que hay en la mesa.
El banquete en casa de la abuela
tiene ese efecto devastador.
De sus bocas salen palabras
desconectadas del alma,
vacías,
ni ruido hacen.
Lo que se espera escuchar,
lo que se supone que se tiene que decir,
lo que pretende ganar adeptos,
lo que se calla por miedo,
o por prevención,
o por diplomacia.
Doña Inés y su nieta,
saben que allí son las únicas auténticas.
Y eligen seguir siéndolo.